Comentario
Tanto en el retrato como en los relieves de los sarcófagos, el siglo III nada tiene que envidiar a sus precursores, antes los supera en aspectos tales como el retrato de carácter. En los de Septimio Severo, Iulia Domna y Caracalla y Geta de niños, pervive la escuela de los Antoninos. No se alcanza ciertamente la exquisitez en el tratamiento de la epidermis ni el naturalismo en la plasmación del cabello y de la barba, pero la continuidad es clara y deliberada. Si la calidad decrece, si se echa de menos la lozanía de antaño es porque los artistas de Septimio Severo no eran capaces de remontarse a las alturas de sus predecesores.
Los retratos del fundador de la dinastía no ocultan la deuda con el que fue en todos los terrenos su modelo y padre adoptivo a título póstumo: Marco Aurelio, como éste era en su madurez, con su expresión bondadosa, su pelo rizado y su barba, larga y partida, de filósofo. Tal vez en su carácter se hiciese sentir también la influencia del modelo elegido. La legislación de Septimio Severo, aunque formulada por sus asesores, los grandes juristas Papiniano y Ulpiano, estaba inspirada por el humanitarismo, al menos teórico, del emperador. Otra cosa es que a la hora de aplicar la teoría, su carácter fuese demasiado débil para hacer frente a la brutalidad de su primogénito. Junto a la consciente búsqueda de parecido con Marco Aurelio, otros pormenores de sus retratos clásicos -la frente cubierta de largos bucles ensortijados, los ojos muy abiertos- revelan que su devoción manifiesta al Serapis de Alejandría lo indujo a tomar la imagen del dios como modelo de su peinado y de su expresión franca e ingenua.
El busto de Iulia Domna del Museo Capitolino, con una peluca de moño en forma de nido de pájaro imitada del tocado de Faustina la Menor, debe de corresponder al momento de su proclamación como emperatriz. Si su marido se inspiraba en el retrato de Marco Aurelio, Iulia lo hacía en el de su mujer, pero con mayor empaque que su modelo, como de princesa de nacimiento. Sus pelucas hicieron época. La de la proclamación rodeaba el rostro de una fina orla ondulada. Por más que guste, no será éste, sin embargo, su tocado más típico.
En la estatua del Museo Ostiense, que copiando un modelo griego la representa como Ceres, la emperatriz lleva una peluca de largos aladares, caídos hasta la altura de la base del cuello y terminados en unas trenzas finas, que suben una a cada lado hasta la sien. Es el peinado con que la vemos en el Tetrápilon de Leptis Magna (203) y en las monedas de los años 206-217, último decenio de su vida.
Los retratos de Caracalla niño y de su hermano Geta tienen el encanto propio de la edad y la primorosa dualidad entre cabello rizoso y cutis de porcelana típica de los últimos Antoninos. Esa dicotomía iba pronto a hacer crisis. En el busto de Caracalla hallado en la Villa Adriana de Tívoli, el escultor no utiliza el trépano en la labra del pelo y de la barba, iniciando el procedimiento de las excisiones o entalladuras que estará en uso entre muchos artistas del siglo. Las monedas y otros retratos permiten enlazar este busto con la fecha del tercer consulado del retratado, en el año 209, a sus veintitrés años de edad.
Malcriado por su padre y dotado de una fuerza física y de una agresividad que le permitían matar a sus adversarios con sus manos, fue tan temido de los germanos (los del Alto Rhin y Alto Danubio no volvieron a inquietar a los romanos en más de veinte años después de su muerte) como de los partos (éstos no hicieron más que huir cuando él se aproximaba). Cuando su padre murió y su hermano fue asesinado por él en brazos de su madre, se debía de creer ya la reencarnación de Alejandro Magno, pues convirtió en falange macedónica a una unidad de su ejército y la dotó de un arma arqueológica, la sarisa típica. De entonces debe datar la pose, que en Alejandro no era tal sino producto de su enfermedad, de torcer la cabeza en imitación de su modelo. Los habitantes de Alejandría, tan célebres por su buen humor como por su descaro, se permitieron mofarse del nuevo Alejandro, y éste, herido en su punto más sensible, no los perdonó. Cuando la multitud llenaba el teatro hasta los topes, ordenó a sus soldados cargar contra ella y hacer una carnicería.
El retrato típico de los seis años de su reinado (211-217) debió de nacer en el 213, a raíz de su viaje al Oriente, pues sabemos que durante el mismo colocó su efigie en todas las ciudades por las que pasaba. Seguramente la efigie no era de cuerpo entero, sino un busto revestido de armadura y de una clámide muy cerrada como la vemos ya en el busto de Tívoli. Era un elemento fundamental para la puesta en escena, pues sólo así parecía el cuello más corto y la torsión de la cabeza que vemos en el busto de Nápoles mucho más violenta al quedar subrayada por los pliegues del embozo. Siguiendo la línea iniciada en el retrato del 209, el escultor rompe con el naturalismo convencional, aunque muy decorativo y representativo, de los Antoninos, para realizar una de las creaciones más logradas de la retratística romana, la última digna de tal nombre. El gesto torvo del ceño, acentuado por la hinchazón de los músculos de la frente, y la mueca de hastío de la boca, dan al semblante la expresión de tirano y de loco furioso que él no tenía reparo en alentar desde sus propios retratos oficiales, hechos sin duda con su beneplácito aunque por mano de un artista genial, un artista que volvió a hacer del pelo no un adorno, sino una parte sustancial de la cabeza.
Los retratos de Caracalla-Satanás, como algunos llaman a los de este tipo de Nápoles-Berlín, plantean el mismo problema que los del Nerón de más de veinte años, después del matricidio. ¿Cómo es posible que un consejo de personas cuerdas autorice la propagación de una imagen del soberano con tantos signos de anormal? Sólo cabe la respuesta que hace años daba V. Poulsen: "La fuerza de la vanidad, que puede hacer digna de admiración y seductora la imagen más repulsiva reflejada por el espejo".
El pretendido retrato de Heliogábalo ni corresponde a este emperador ni a la época de su efímero reinado, sino probablemente a la de Galieno, a juzgar por su estilo clasicista. Como exponente del estilo del último período de los Severos es preferible observar el retrato del último de ellos, Alejandro Severo, de quien la Historia Augusta ofrece una semblanza positiva, pese a haber estado en manos de su abuela Iulia Maesa y de su madre, Iulia Mammaea, mujeres sagaces las dos. El retrato del soberano se mantiene en la línea inaugurada por Caracalla: desaparición de los surcos abiertos por el trépano y cambios en el corte y la ejecución del pelo y de la barba, ambos muy cortos y ajustadas a la cabeza y a la cara. El pelo del bigote y de las patillas se representa por medio de puntos y escisiones que en adelante suelen reemplazar a las barbas plásticas, salvo casos excepcionales como el del Filipo el Arabe del Palacio de los Conservadores, un retrato excelente aunque más clasicista que el del Vaticano. Este último imita los bustos antoninianos provistos de brazos pero lleva la toga ceñida por la banda llamada contabulatio, característica del siglo. El retrato tiene mucho en común con el de Maximino el Tracio, aparte de ser los dos efigies admirables de bárbaros aclamados emperadores por las legiones, retratos de cuartel para un mundo de militares sin escrúpulos. En el medio siglo que transcurre entre la muerte de Alejandro Severo y la subida al trono de Diocleciano, sólo Galieno tuvo un reinado de más de diez años; otros no pasaron de unos meses.
Y sin embargo, la serie de retratos es espléndida, tanto como la del último siglo de la República, al que parece querer remontarse por su sinceridad y su realismo. Las miradas sesgadas, torvas, desdeñosas, desconfiadas, revelan los sentimientos de angustia, de inseguridad, el miedo a la traición y a la muerte, que aquejaban a los hombres de entonces. Sus mujeres también participan de ese estado de ánimo, pero sus retratos dan muestras de un espíritu más conservador, sobre todo en el atuendo, que como es natural, no podía secundar la moda cuartelera del corte de pelo de los varones.
Los quince años del reinado de Galiano supusieron un largo respiro en aquella era turbulenta, en que los bárbaros llegaron a Milán y un emperador sufrió la ignominia de caer prisionero en manos de los partos. Los retratos de Galieno revelan su espíritu conservador en la imitación del clasicismo de Adriano y en su patrocinio de la cultura y de la filosofía griega. El ideal de belleza y de refinamiento que animaba la conducta y la indumentaria del monarca y de su corte rompe momentáneamente con el mero casquete que era el pelo de los hombres, y con las incisiones de sus barbas, buscando otra vez el movimiento y la plasticidad.